De Baldor y demás odiados
Tenía una profesora tan, pero tan chistosa, que para unas vacaciones de Semana Santa se le ocurrió nada más y nada menos que asignarnos 134 ejercicios de algo llamado factorización que tenía el Álgebra de Baldor. Aquel hecho me hizo pasar del “no me gustan” al “odio las matemáticas” y aunque fue una suma de acontecimientos y profesores la que hizo que no contemplara esta ciencia como carrera (pues mi lucha por entenderla era constante), esta fue la gota que derramó el vaso.
Soy consciente de que las matemáticas, en un nivel básico o hasta medio, son necesarias para la vida, aunque no vivas de ellas, pero en este preciso instante, aún no sé para qué me han servido la factorización, las ecuaciones y demás familiares. En su lugar, aquellos maestros debieron haber ocupado su tiempo en enseñarme cosas que sí me habrían servido para la vida, por las que les habría agradecido y por las que nunca los recordaría con desprecio.
No quiero ser malinterpretada, soy amante del aprendizaje, pero tantas teorías de las que al final solo recuerdo algunas, me habrían sido de mayor provecho si se hubieran conjugado con una mejor preparación para la vida adulta. ¿Qué tal si hubiera aprendido a dar mantenimiento a un vehículo, a manejar las finanzas de un hogar, administrar un negocio, a tener paciencia en el tránsito, o mejor aún, qué tal si hubiera aprendido sobre educación vial, a mantener viva una planta, a entender de baseball, cómo evitar desmayarme si mi hijo llega a sangrar o a cómo sobrevivir cuando soy la única mujer en la casa?
Esto por mencionar algunos ejemplos de momentos en los que tuve que tomar al toro por los cuernos, revestirme de paciencia y recurrir al auto aprendizaje, porque el Teorema de Pitágoras y la trigonometría no estuvieron allí y porque un tiempo que a mi entender pudo ser mejor empleado, se invirtió en que todos aprendiéramos lo mismo y de la misma forma, en obviar las aptitudes y talentos particulares y en enviarnos a la pizarra a resolver problemas de lecciones que no habíamos entendido.
Lo bueno es que la historia tiene un final feliz, en la universidad encontré al mejor maestro de matemáticas que jamás tuve, era dedicado y no le importaba explicar más de una vez si no entendíamos, hacía la clase relajada y amena ¿La ironía? Me exoneraron el examen final. Fue mi cierre triunfal con las ciencias exactas y sus operaciones complicadas que solo han estado en mi vida para ponerles mala cara.
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